lunes, 26 de septiembre de 2011

Ídem


Recuerdo esa noche. La recuerdo como si hubiese sido la noche de ayer. Te di el encuentro en nuestro café, y nos fuimos a caminar juntos, como solíamos hacer. Compraste unas cervezas y las bebimos sin pensar en lo que podría pasar, y seguimos caminando.

Conversamos mucho, hablamos poco. Pero hablamos de todo. Aunque ahora que lo pienso, no hablamos de casi nada. En ese momento la conversación solo fluía, como fluía también el alcohol. Y me besaste. Luego seguimos caminando.

Empezaste a hablar sin parar, me contabas sobre tu último viaje. “Deberíamos viajar”, dijiste. “Yo solo te quiero esta noche”, pensé, pero te dejé seguir. Me tomaste de la mano. Yo te quise soltar, y te diste cuenta. En lugar de soltarme, me agarraste un poco más fuerte.

Me detuve a comprar. Tú comenzaste a jugar con mi cabello, me abrazaste desde atrás, por la cintura, y me besaste el cuello.

Creo que ese fue el momento que lo decidió todo.

Volteé y te besé también. Tú sujetabas mi cabello, y eso hacía que no quisiera dejar de besarte.

Comenzamos a caminar, como programados hacia un mismo destino. Paraste un taxi y mientras tú le dabas tu dirección, yo trataba de no pensar que esa noche había decidido encontrarme contigo para terminarlo todo. “Vamos, linda”, y subimos.

En el taxi volviste a sujetarme la mano, y recostaste tu cabeza sobre mis pechos. Suspiraste como tomando valor y dijiste “te quiero”. Yo no respondí, tú no esperabas una respuesta. Volviste a recostar la cabeza y abrazaste mi cintura. Yo miré por la ventana.

Llegamos. Bajamos del taxi, subimos las escaleras, nos quitamos los sacos. Habías dejado todo listo. La luz era tenue, la música sonaba como a lo lejos, y tú sonreías como un niño.

“¿Te gusta?” preguntaste. “Está lindo”, te dije mientras me sacaba los zapatos y me soltaba el cabello. “Ahora ven acá”, y me agarraste la mano, y me jalaste hacia ti.

Me abrazaste, besaste mi mejilla y me quitaste la ropa lentamente, mientras te la quitabas tú también. Cómo disfrutaste cada momento… A mí también me gustó.


Me gusta hacerlo en la sala. Me da cierto sentimiento de libertad y de poder, el estar desnudos en el centro de tu casa...

Me desperté cerca de las cinco, me tenía que ir. “Me encantaría que te quedes”, me dijiste -una vez más-, y luego dudaste para volver a decir “te quiero”.

Me vestí y antes de salir te di un beso y te miré directamente a los ojos. Luego me puse el saco, los zapatos, amarré mi cabello, y bajé las escaleras. Salí de tu casa sonriendo, y dije al aire “yo también”.


Lunes 26 de septiembre de 2011

Cena


Me he quitado los zapatos y me he sentado en la alfombra a contemplarte. ¡Con qué facilidad te mueves en la cocina! Me concentro por un momento en los imanes de la refrigeradora y pienso en lo lindo que se ven sus colores en contraste con el de la puerta. Cómo resaltan. Luego mi mirada vuelve a ti. Dejaste abierto el primer botón de tu blusa, hiciste un nudo con la basta, y tu ombligo aparece de cuando en cuando, sobre ese pantalón negro entallado que tanto me gusta.

Te has recogido el cabello y colocaste un pañuelo rojo sobre él, como si fuese una vincha. Sobre tus labios rojos se posan las letras de nuestras canciones favoritas, y con complicidad me miras, por encima de tus lentes negros de carey.

Tu mano izquierda se desliza sensualmente sobre el repostero, mientras la derecha toma un cuchillo, y por un momento te imagino acercándote a mí, con esa mirada coqueta, y clavándolo lentamente en mi vientre.

Regreso a ti y me estás sonriendo. “¿Qué pasará por esa cabeza loca?”, preguntas, pero soy demasiado cobarde para contestar. Y por último, no tiene sentido, porque esa idea ya se fue y te he vuelto a ver linda, como me gusta verte. Así que solo sonrío. Qué cabrón, me volví a quedar callado.

Te acercas a mí muy despacio, con algo de preocupación en tu mirada. Me preguntas si estoy bien, dices que me veo pálido. Te contesto que estoy bien, que quien se ve pálida eres tú… Estás hasta ojerosa. “Sí, anoche no me dejaste dormir mucho”, me dices con picardía, mientras vas de regreso a la cocina.

Y ahora me imagino yo con el cuchillo, y me veo acercándome sigilosamente por detrás de ti. Me abrazo de tu cuello y tú ríes, pero empiezas a temblar cuando te das cuenta lo que hay en mi mano. No gritas, eso me gusta de ti. Tiemblas y no puedes hablar, lo que hace mi labor mucho más sencilla. Solo una lágrima te adorna la mejilla mientras deslizo el artefacto a través de tu garganta. Una lágrima de dolor en tu rostro, una de felicidad en el mío.

“¡Oye!” me gritas, y reacciono nuevamente. Volví a despegarme, y regreso un poco asustado, pero tú ni te das cuenta y te ríes de mi “distracción”.

La cena está lista. “Vamos a comer, bebé”, me dices con los labios cargados de amor.


Has preparado mi comida favorita y me pides que me siente en la cabecera, como un rey. Traes los platos servidos y todo se ve delicioso. Te sientas. Brindamos. No dejamos de mirarnos a los ojos mientras bebemos el primer trago de vino. Bajamos las copas y empezamos a comer.

Tus ojos brillan como en nuestra primera cita, y me preguntas si me gusta lo que has cocinado. “Está buenísimo”, contesto. Sonríes.

Conversamos de todo un poco, como hace un buen tiempo no hacíamos. Terminamos de comer y seguimos conversando. Reímos mucho también. Y de pronto me dices por qué sonríes tanto.

“Hoy, tu comida tiene un ingrediente especial”. Y vuelves a sonreír.

Recuerdo todas mis visiones, y luego cierro los ojos.

Sábado 24 de septiembre de 2011


Fotografía: Valeria Obregon, Bs. As., Argentina, edición de Carla Marroquín.