Mientras esperaba oírlo nuevamente, su corazón latía tan fuerte y rápido que por un momento se quedó pensando en el tiempo que le tomaría a alguien encontrar su cuerpo sin vida en esa cabaña tan alejada. Oía sus latidos retumbar en su cabeza, y su respiración se aceleraba cada vez más.
Tomó valor y volvió a dar un paso, tratando ahora de no pensar en su seguidor, e imaginando otros medios para llegar a esa habitación.
Llegó al último escalón con la esperanza de tener el coraje suficiente para voltear y encarar de una buena vez a su acompañante indeseado, pero cuando lo hizo, no vio nada. Obviamente.
Solo un pasadizo por recorrer, y llegaría a su destino. Solo un pasadizo oscuro, sucio y maloliente más, y sería libre. Finalmente, Ruth, la enfermera de su abuelo, había sido fácil de eliminar.
- Joven Ernesto, ¡qué gusto verlo por aquí después de tanto tiempo! ¿Le sirvo un café?
- Sí, Ruth, muchas gracias... Pero solo si te tomas uno conmigo.
Y ya. Unas gotas en el café, y listo. Lo difícil sería encarar al viejo luego de tantos meses. A pesar de haber planeado por años cómo lo mataría, Ernesto sentía cierto remordimiento por no haber hecho mejor las cosas durante esos últimos días. Sabía que al entrar, el abuelo lo miraría directamente a los ojos y se derrumbaría ante su presencia, como había sido siempre.
Se detuvo ante la puerta semiabierta del cuarto. Una delgada línea de luz asomaba por ella e iluminaba un poco su rostro. Respiró profundamente y la empujó con cuidado. El abuelo estaba tendido en la cama, mucho más delgado que de costumbre. Ernesto se detuvo unos segundos para recorrer con la mirada toda la tela sobrante de su pijama. La tela colgaba como cuelgan las sábanas de una cama mal tendida.
- Han pasado meses, -dijo el abuelo- y en todo este tiempo, ni una sola palabra.
Ernesto seguía ahí, parado, mirando la tela del pijama colgar, observando también lo definidos que estaban los huesos de la mano del abuelo. Recordó esa vez en que, con unos amigos de infancia, encontró el esqueleto de un obrero, que alguien había asesinado e intentado desaparecer entre unos cerros en las afueras de Lima.
El abuelo volteó la cabeza y miró directamente a los ojos de Ernesto, tal como él lo había imaginado. Pero la mirada era, ciertamente, muy diferente a la que imaginó.
- Tienes suerte, Ernesto. A pesar de todo, no guardo ni guardaré rencor. A pesar de que sé a qué has venido.
Ernesto levantó la pistola que tenía en la mano, y la apuntó hacia la cabeza del abuelo, tratando de evitar que él notara lo mucho que temblaba.
Los dos se quedaron mirando unos segundos, hasta que el abuelo bajó un poco la cabeza, en un gesto de aprobación. Ernesto empezaba a apretar lentamente el gatillo, cuando la pistola se le cayó de la mano, y sintió una presión muy fuerte en la cintura. Luego, sintió mucho frío, y se dio cuenta que estaba como adormecido, y no escuchaba bien. Pensó en su trayecto hacia la habitación, subiendo las escaleras, y volteó para mirar la puerta. Su padre estaba ahí parado, con lágrimas en las mejillas, viéndolo morir.
La cantidad de sangre que salía del agujero que había hecho la bala al traspasar su cuerpo puso nervioso a Ernesto, pero solo se dejó caer al piso.
Su padre se acercó a mirarlo, aún con la pistola en la mano.
- No hay una sola persona en la familia que no se haya dado cuenta de tu ambición, hijo. Es una pena...
Mientras decía esto, alzó el arma y apuntó justo entre los ojos de Ernesto.
- Esa herencia es mía.
Miércoles 18 de diciembre de 2013